19 de Noviembre
de 1680.
La luz del
mediodía brillaba resplandeciente en las paredes del monasterio de
San José. El pasto verde de sus alrededores era recorrido por niños
que jugaban, hombres y mujeres de vestimenta lujosa iban saliendo de
la misa de las once de la mañana. Al abrir las puertas del fin de
misa se dejaba escapar olor a incienso el cual se mezclaba con el
sonido de las campanas. A la media hora las campanas volvían a
sonar, más lentas que antes, dando sensación de tristeza. El padre
Víctor se disponía en la sacristía a prepararse para tres
entierros, el monje Lucas le ayudaba a ponerse su ropa y a preparar
las páginas de la Biblia para la misa.
-¿Sigues
pensando que quieres irte?. Preguntó serio el prior Victor.
-No es eso lo
que le comenté padre, es que creo que no encuentro a Dios conmigo,
no es porque no me guste estar aquí, pero a veces pienso que me he
equivocado de camino. ¿Sabe usted lo que es rezar en vacío?, no
obtener respuesta divina...
-Dios está
siempre contigo.
-Entonces, ¿por
qué me ha arrebatado a mi padre?
-No ha sido
Dios. Ha sido la peste, hijo. La misma que arrebata la vida a miles
de personas cada día, la misma que ha acabado también con las tres
personas que tenemos ahí "dormidas" esperandonos con sus
familiares llorando en la capilla, la misma que está haciendo que
nuestro huerto deje de serlo para convertirse en campo Santo para
estas criaturas, la que se está comiendo nuestro terreno para
enterrarlos a todos y la que hace a la vez que nos quedemos sin
nuestros tomates, pimientos, calabazas y otras hortalizas.
-No llore padre.
-Pero adelante,
vuelve con tu madre, acompáñala en su viudez, quizá ella te pueda
dar la comida que nos está faltando a nosotros, dijo saliendo de la
sacristía, dando un portazo y dejando allí a Lucas.
El padre Víctor
llegó a la capilla, allí se encontró con los tres fallecidos, once
frailes y sus familiares. Pidió que se acercaran a ellos por última
vez porque cerraría los ataudes para comenzar la misa. Cuando sus
familiares terminaron de pasar por delante de los cadáveres, el
padre Víctor se acercó ataúd por ataúd para cerrarlos acompañado
del monje Hermenegildo que le ayudaba en la labor. Al llegar al
tercero, bendijo a la mujer fallecida y se quedó mirándola.
-La mujer del
alcalde. Le dijo Hermenegildo.
Su hermana,
sentada a los lejos, vió que el padre metió su mano en el ataúd
donde estaba el cadáver.
-¿Ya tiene
gusanos padre?. Preguntó la hermana de la fallecida levantándose y
llevando sus manos a la cara.
-No, tranquila
hija sólo estaba colocándole las manos en señal de rezo.
-Gracias. Dijo
entre lágrimas.
Hermenegildo
cerró el ataúd y cuando los dos llegaron al altar, el padre Víctor
cogió su mano derecha y tras la Biblia abierta en su soporte, puso
algo en su mano y le dijo:
-Mantenlo en tu
mano cerrada y no la abras. Dámelo al acabar la misa, como te lo
quedes te juro por tu madre que te parto la Biblia en la cabeza.
-No, padre, por
supuesto. Contestó. Antes de sentarse, abrió su mano y vió el
anillo de oro con diamante más bonito que pudo ver en su vida.
Al terminar la
misa y tras ella el entierro a las afueras del monasterio, el padre y
los frailes se fueron a la cocina a almorzar. La cocina, era un salón
muy grande con una mesa alargada donde los frailes se sentaban para
comer. Al final de la estancia, tenía un púlpito y era ahi donde se
subía uno de ellos para leer la Biblia mientras los demás comían.
Aurelia la cocinera les puso a cada uno su plato y acto seguido
comenzaba la lectura. Mientras tanto, los monjes, silenciosos, no
paraban de tomar cucharadas de la sopa de zanahorias que había
preparado Aurelia.
-Estaba muy
buena, Aurelia. Le dijo el fraile Tomás.
-Sí pero echo
de menos un cochinillo asado. Siguió Emilio.
-Podemos salir
por la noche y coger algún cerdo de alguna de las casas del pueblo.
Sugirió Ladislao.
-Se acabó!.
Dijo gritando el padre Víctor.
-Aurelia, puedes
marcharte a tu casa y no venir más. No puedo pagarte con más
hortalizas porque las que tenemos son para nosotros.
-Lo comprendo
padre. Gracias por todo, y si me necesita no dude en venir a
buscarme.
Aurelia salió
por la puerta de la cocina que daba al campo para volver a su casa.
Vivía a pocos metros del convento en mitad del campo con su hija y
su marido. Por las noches, desde el monasterio, los frailes podían
ver la luz que emanaban las velas desde dentro de su casa. A Ladislao
le encantaba mirar de noche porque le relajaba. Como aquella noche
que volvió dentro del convento para avisar al padre Víctor que
saldría a pasear con Tomás antes de dormir. El padre le advirtió
que no tardasen porque las puertas de las habitaciones las cerraba a
las once de la noche con con los frailes dentro y que si no estaban
allí a esa hora se quedaban en el campo a dormir.
Eran las 19,45
de la tarde pero la oscuridad de la noche ya se había hecho en la
Huerta de San José y todo el campo de Carmona. Ladislao y Tomás
apresuraron sus pasos por los pastos.
-¿Sabes bien ya
el plan?. Preguntó Ladislao.
-Sí pesado!.
Nos acercamos hasta los cerdos, nos los cargamos de una pedrada en la
cabeza y nos los llevamos corriendo. Y bueno, sí, tenemos que tener
cuidado con las espigas de las plantas que están alrededor del
arroyo.
-Muy bien!.
Normalmente a esta hora nunca están, por eso el interior de la casa
se ve apagado.
-Oye Ladislao,
¿y si tienen perros?.
-No tienen.
-¿Cómo lo
sabes?.
-Porque ya he
ido otros días a espiarlos de noche cuando habían salido al pueblo.
Tan sólo una vez que fuí estaba la hija.
-¿Una hija?,
¿qué edad tiene?, ¿cómo es?.
-Es de pelo
rizado y largo, de unos dieciocho años. Solo la he visto dormida.
-¿Y tiene
buenas tetas?.
-Déjate de
tonterías y machácatela más a menudo!.
-Ya lo hago a
diario!.
Ladislao miró
con cara de repugnancia a Tomás. Ya llegaron a la casita de Aurelia.
Estaban en mitad del campo, en mitad de la noche y con mucho
silencio. Los dos frailes se acercaron. Desde las ventanas, abiertas
solo se veía oscuridad. Era evidente para ellos que la familiano
estaría allí. Pasaron por el corral de los cerdos pero antes
querían asegurarse de que los tres habitantes de la casa no estarían
allí, así que se acercaron a a la ventana de una de las
habitaciones, vieron que la habitación de la pareja estaba vacía,
ahora se dirigieron a la ventana de la otra habitación, la de la
hija, se asomaron lentamente y a parte de oscuridad, vieron la cama
vacía, no estaba la chica. Entonces se agacharon y Tomás dijo en
voz baja:
-No están!.
Vámonos!, debe estar por ahí fuera o yo que sé, pueden vernos!.
-No!, espera,
hemos venido para llevarnos los cerdos y lo haremos!.
Ladislao se
volvió a asomar, su cara se descompuso y agarró a Tomás para que
se asomara a ver él también. Se quedaron atónitos de lo que
vieron: la chica no estaba en su cama, sino en un rincón de su
habitación, de pie y de espaldas, mirando a la pared, estaba allí
quieta pero de pronto empezó a hablar en tono bajo, poco a poco
dejaba de hablar y susurrar ella sola para empezar un extraño
cántico, esta vez en un tono más elevado y en una lengua que no era
español.
-Está recitando
algo en latín!. Dijo Tomás.
En ese momento,
la chica se giró hacia ellos, no podían verle los ojos por la
oscuridad de la noche pero sabían que estaba mirándoles, la chica
poco a poco se acercó a ellos tambaleándose de un lado a otro, y
dejó ver su rostro pálido, serio y sudoroso a los dos frailes, al
llegar a ellos, abrió su boca, su mandíbula se hizo grande y sus
ojos también, mirándoles fíjamente, la chica empezó a gritar. Los
dos frailes empezaron a correr y salieron de allí.
Mientras, el
padre Víctor, estaba en la capilla rezando. En el silencio del
interior del monasterio se oyeron unos fuertes golpes que venían de
la puerta principal. El padre Víctor se asustó y cuando atravesó
la planta baja para llegar a las puertas desde dentro, temeroso,
preguntó quien era...
-La guardia!.
El padre abrió
la puerta, vió a dos guardas con Ladislao y Tomás. Los dos frailes
traían cara de susto y sollozos, sus ropas estaban desgarradas y
manchadas de barro y tenían heridas.
-¿Dónde os
habeis metido?.
-Robando a los
vecinos del pueblo!. Dijo uno de los guardas.
El padre Víctor
se acercó a los dos y abofeteó a cada uno de ellos delante de los
guardas. Uno de ellos tuvo que retirar a Ladislao.
-Tránquilo
padre!, nos han dicho que no volverán a hacerlo y les han pedido
disculpas a Aurelia.
-¿A Aurelia?.
Entrad!. Y señores guardas, esto no va a volver a ocurrir.
-Esperemos,
porque la próxima vez los llevamos a los calabozos del pueblo.
El padre Víctor
cerró la puerta y se dirigió a los dos frailes:
-Id a la
sacristía, quedaos con el torso desnudo y poneos de rodillas!.
-Padre, por
favor, era por nuestro bien!.
-Ni una palabra
más!.
Los dos monjes
subieron rápidamente y le hicieron caso, al llegar allí, el prior
abrió el armario y cogió de entre varios palos de castigo, uno que
tenía pinchos.
-Lo vais a
estrenar, y espero que nadie más de este monasterio tenga que
probarlo!.
Los dos monjes
empezaron a rezar allí de rodillas y entre llantos, Ladislao dijo:
-¿No entiende
que tenemos hambre padre?.
-Los palos que
os voy a dar no es por lo que habeis hecho, par de inútiles!, la
próxima vez que vayais a robar que no os cojan!, no mancheis la
reputación de este monasterio!.
El padre empezó
a golpear a cada uno en sus espaldas una y otra vez hasta hacerles
heridas.
-Hemos visto que
la hija de Aurelia está loca, padre! Nos ha asustado y por eso
salimos corriendo de allí!.
El padre paró.
-Había
escuchado que estaba enferma de peste!. Lo que tendrá es la locura
de la fase inicial de la enfermedad!.
-La encontramos
de espaldas en un rincón de la pared, hablando en otra lengua o
balbuceando cosas que no eran español, se giró hacia nosotros y con
esa cara de espanto, ese sudor y esos malos pelos nos asustó,
padre!.
-¿En otra
lengua?, ¿de espaldas mirando a la pared?, ¿sudando?.
-Sí, señor...
El padre dió la
orden de que se pusieran de pie y se vistieran, entonces guardó el
palo de pinchos de acero en el armario.
-Hay que volver
allí. Dijo el padre Víctor.
-¿Cómo?.
Padre, nos ha castigado por ir a la casa de esa loca!.
-Esa niña no
está loca. Dijo el padre.
-Está poseída
por el demonio.
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