domingo, 12 de abril de 2015

CAPÍTULO 2- UNA EXTRAÑA NIÑA

19 de Noviembre de 1680.

La luz del mediodía brillaba resplandeciente en las paredes del monasterio de San José. El pasto verde de sus alrededores era recorrido por niños que jugaban, hombres y mujeres de vestimenta lujosa iban saliendo de la misa de las once de la mañana. Al abrir las puertas del fin de misa se dejaba escapar olor a incienso el cual se mezclaba con el sonido de las campanas. A la media hora las campanas volvían a sonar, más lentas que antes, dando sensación de tristeza. El padre Víctor se disponía en la sacristía a prepararse para tres entierros, el monje Lucas le ayudaba a ponerse su ropa y a preparar las páginas de la Biblia para la misa.

-¿Sigues pensando que quieres irte?. Preguntó serio el prior Victor.

-No es eso lo que le comenté padre, es que creo que no encuentro a Dios conmigo, no es porque no me guste estar aquí, pero a veces pienso que me he equivocado de camino. ¿Sabe usted lo que es rezar en vacío?, no obtener respuesta divina...

-Dios está siempre contigo.

-Entonces, ¿por qué me ha arrebatado a mi padre?

-No ha sido Dios. Ha sido la peste, hijo. La misma que arrebata la vida a miles de personas cada día, la misma que ha acabado también con las tres personas que tenemos ahí "dormidas" esperandonos con sus familiares llorando en la capilla, la misma que está haciendo que nuestro huerto deje de serlo para convertirse en campo Santo para estas criaturas, la que se está comiendo nuestro terreno para enterrarlos a todos y la que hace a la vez que nos quedemos sin nuestros tomates, pimientos, calabazas y otras hortalizas.

-No llore padre.

-Pero adelante, vuelve con tu madre, acompáñala en su viudez, quizá ella te pueda dar la comida que nos está faltando a nosotros, dijo saliendo de la sacristía, dando un portazo y dejando allí a Lucas.

El padre Víctor llegó a la capilla, allí se encontró con los tres fallecidos, once frailes y sus familiares. Pidió que se acercaran a ellos por última vez porque cerraría los ataudes para comenzar la misa. Cuando sus familiares terminaron de pasar por delante de los cadáveres, el padre Víctor se acercó ataúd por ataúd para cerrarlos acompañado del monje Hermenegildo que le ayudaba en la labor. Al llegar al tercero, bendijo a la mujer fallecida y se quedó mirándola.

-La mujer del alcalde. Le dijo Hermenegildo.

Su hermana, sentada a los lejos, vió que el padre metió su mano en el ataúd donde estaba el cadáver.

-¿Ya tiene gusanos padre?. Preguntó la hermana de la fallecida levantándose y llevando sus manos a la cara.

-No, tranquila hija sólo estaba colocándole las manos en señal de rezo.

-Gracias. Dijo entre lágrimas.

Hermenegildo cerró el ataúd y cuando los dos llegaron al altar, el padre Víctor cogió su mano derecha y tras la Biblia abierta en su soporte, puso algo en su mano y le dijo:

-Mantenlo en tu mano cerrada y no la abras. Dámelo al acabar la misa, como te lo quedes te juro por tu madre que te parto la Biblia en la cabeza.

-No, padre, por supuesto. Contestó. Antes de sentarse, abrió su mano y vió el anillo de oro con diamante más bonito que pudo ver en su vida.

Al terminar la misa y tras ella el entierro a las afueras del monasterio, el padre y los frailes se fueron a la cocina a almorzar. La cocina, era un salón muy grande con una mesa alargada donde los frailes se sentaban para comer. Al final de la estancia, tenía un púlpito y era ahi donde se subía uno de ellos para leer la Biblia mientras los demás comían. Aurelia la cocinera les puso a cada uno su plato y acto seguido comenzaba la lectura. Mientras tanto, los monjes, silenciosos, no paraban de tomar cucharadas de la sopa de zanahorias que había preparado Aurelia.

-Estaba muy buena, Aurelia. Le dijo el fraile Tomás.

-Sí pero echo de menos un cochinillo asado. Siguió Emilio.

-Podemos salir por la noche y coger algún cerdo de alguna de las casas del pueblo. Sugirió Ladislao.

-Se acabó!. Dijo gritando el padre Víctor.

-Aurelia, puedes marcharte a tu casa y no venir más. No puedo pagarte con más hortalizas porque las que tenemos son para nosotros.

-Lo comprendo padre. Gracias por todo, y si me necesita no dude en venir a buscarme.

Aurelia salió por la puerta de la cocina que daba al campo para volver a su casa. Vivía a pocos metros del convento en mitad del campo con su hija y su marido. Por las noches, desde el monasterio, los frailes podían ver la luz que emanaban las velas desde dentro de su casa. A Ladislao le encantaba mirar de noche porque le relajaba. Como aquella noche que volvió dentro del convento para avisar al padre Víctor que saldría a pasear con Tomás antes de dormir. El padre le advirtió que no tardasen porque las puertas de las habitaciones las cerraba a las once de la noche con con los frailes dentro y que si no estaban allí a esa hora se quedaban en el campo a dormir.

Eran las 19,45 de la tarde pero la oscuridad de la noche ya se había hecho en la Huerta de San José y todo el campo de Carmona. Ladislao y Tomás apresuraron sus pasos por los pastos.

-¿Sabes bien ya el plan?. Preguntó Ladislao.

-Sí pesado!. Nos acercamos hasta los cerdos, nos los cargamos de una pedrada en la cabeza y nos los llevamos corriendo. Y bueno, sí, tenemos que tener cuidado con las espigas de las plantas que están alrededor del arroyo.

-Muy bien!. Normalmente a esta hora nunca están, por eso el interior de la casa se ve apagado.

-Oye Ladislao, ¿y si tienen perros?.

-No tienen.

-¿Cómo lo sabes?.

-Porque ya he ido otros días a espiarlos de noche cuando habían salido al pueblo. Tan sólo una vez que fuí estaba la hija.

-¿Una hija?, ¿qué edad tiene?, ¿cómo es?.

-Es de pelo rizado y largo, de unos dieciocho años. Solo la he visto dormida.

-¿Y tiene buenas tetas?.

-Déjate de tonterías y machácatela más a menudo!.

-Ya lo hago a diario!.

Ladislao miró con cara de repugnancia a Tomás. Ya llegaron a la casita de Aurelia. Estaban en mitad del campo, en mitad de la noche y con mucho silencio. Los dos frailes se acercaron. Desde las ventanas, abiertas solo se veía oscuridad. Era evidente para ellos que la familiano estaría allí. Pasaron por el corral de los cerdos pero antes querían asegurarse de que los tres habitantes de la casa no estarían allí, así que se acercaron a a la ventana de una de las habitaciones, vieron que la habitación de la pareja estaba vacía, ahora se dirigieron a la ventana de la otra habitación, la de la hija, se asomaron lentamente y a parte de oscuridad, vieron la cama vacía, no estaba la chica. Entonces se agacharon y Tomás dijo en voz baja:

-No están!. Vámonos!, debe estar por ahí fuera o yo que sé, pueden vernos!.

-No!, espera, hemos venido para llevarnos los cerdos y lo haremos!.

Ladislao se volvió a asomar, su cara se descompuso y agarró a Tomás para que se asomara a ver él también. Se quedaron atónitos de lo que vieron: la chica no estaba en su cama, sino en un rincón de su habitación, de pie y de espaldas, mirando a la pared, estaba allí quieta pero de pronto empezó a hablar en tono bajo, poco a poco dejaba de hablar y susurrar ella sola para empezar un extraño cántico, esta vez en un tono más elevado y en una lengua que no era español.

-Está recitando algo en latín!. Dijo Tomás.

En ese momento, la chica se giró hacia ellos, no podían verle los ojos por la oscuridad de la noche pero sabían que estaba mirándoles, la chica poco a poco se acercó a ellos tambaleándose de un lado a otro, y dejó ver su rostro pálido, serio y sudoroso a los dos frailes, al llegar a ellos, abrió su boca, su mandíbula se hizo grande y sus ojos también, mirándoles fíjamente, la chica empezó a gritar. Los dos frailes empezaron a correr y salieron de allí.

Mientras, el padre Víctor, estaba en la capilla rezando. En el silencio del interior del monasterio se oyeron unos fuertes golpes que venían de la puerta principal. El padre Víctor se asustó y cuando atravesó la planta baja para llegar a las puertas desde dentro, temeroso, preguntó quien era...

-La guardia!.

El padre abrió la puerta, vió a dos guardas con Ladislao y Tomás. Los dos frailes traían cara de susto y sollozos, sus ropas estaban desgarradas y manchadas de barro y tenían heridas.

-¿Dónde os habeis metido?.

-Robando a los vecinos del pueblo!. Dijo uno de los guardas.

El padre Víctor se acercó a los dos y abofeteó a cada uno de ellos delante de los guardas. Uno de ellos tuvo que retirar a Ladislao.

-Tránquilo padre!, nos han dicho que no volverán a hacerlo y les han pedido disculpas a Aurelia.

-¿A Aurelia?. Entrad!. Y señores guardas, esto no va a volver a ocurrir.

-Esperemos, porque la próxima vez los llevamos a los calabozos del pueblo.

El padre Víctor cerró la puerta y se dirigió a los dos frailes:

-Id a la sacristía, quedaos con el torso desnudo y poneos de rodillas!.

-Padre, por favor, era por nuestro bien!.

-Ni una palabra más!.

Los dos monjes subieron rápidamente y le hicieron caso, al llegar allí, el prior abrió el armario y cogió de entre varios palos de castigo, uno que tenía pinchos.

-Lo vais a estrenar, y espero que nadie más de este monasterio tenga que probarlo!.

Los dos monjes empezaron a rezar allí de rodillas y entre llantos, Ladislao dijo:

-¿No entiende que tenemos hambre padre?.

-Los palos que os voy a dar no es por lo que habeis hecho, par de inútiles!, la próxima vez que vayais a robar que no os cojan!, no mancheis la reputación de este monasterio!.

El padre empezó a golpear a cada uno en sus espaldas una y otra vez hasta hacerles heridas.

-Hemos visto que la hija de Aurelia está loca, padre! Nos ha asustado y por eso salimos corriendo de allí!.

El padre paró.

-Había escuchado que estaba enferma de peste!. Lo que tendrá es la locura de la fase inicial de la enfermedad!.

-La encontramos de espaldas en un rincón de la pared, hablando en otra lengua o balbuceando cosas que no eran español, se giró hacia nosotros y con esa cara de espanto, ese sudor y esos malos pelos nos asustó, padre!.

-¿En otra lengua?, ¿de espaldas mirando a la pared?, ¿sudando?.

-Sí, señor...

El padre dió la orden de que se pusieran de pie y se vistieran, entonces guardó el palo de pinchos de acero en el armario.

-Hay que volver allí. Dijo el padre Víctor.

-¿Cómo?. Padre, nos ha castigado por ir a la casa de esa loca!.

-Esa niña no está loca. Dijo el padre.


-Está poseída por el demonio.

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